En primer lugar hay que establecer que hubo tres inquisiciones distintas: la medieval, la española y la romana. Esta última nace en el siglo XVI, y si bien arrancó salvaje, fue luego como un ministerio vaticano cuya labor esencial era vigilar la disciplina y moralidad del clero.
La inquisición medieval fueron tribunales creados en el siglo XII para combatir en principio a las herejías y a las sectas que amenazaban al cristianismo. Bueno es recordar que por entonces era normal la figura del llamado Papa Rey, que gobernaba la Iglesia espada en mano al frente de su ejército. Y que Roma tenía mucho peso político en el mundo de esa época.
Poco después, siglo XIII, ya no sólo se ocupan de herejías y sectas sino, también, de llevar ante sus temibles tribunales a los acusados de magia, adulterio, concubinato, incesto, sodomía, blasfemia y usura. Eran juicios tenebrosos, ya que no hacía falta una acusación formal y a veces las confesiones se arrancaban a los procesados con tortura propinada por laicos especialistas. Esto se debía a una cuestión piadosa, aunque resulte de locos: si el acusado confesaba -sin que importe cómo- tenía muchas más chances de salvar la vida. Nada justifica el salvajismo, pero hay que admitir que en la Edad Media todo era muy diferente a nuestros parámetros actuales. Desde el derecho de matar a sus vasallos que tenían muchos gobernantes hasta este asuntito de las torturas.
En el siglo XIII nace la inquisición española, durísima y temida. Sus funciones iniciales eran las mismas que ya contamos pero faltaba una.
En el siglo XV, bajo el reinado de Fernando e Isabel, se obligó a los judíos, en forma masiva, a convertirse al catolicismo y fue la Inquisición el organismo que vigilaría el cumplimiento de esa orden. Los marranos (judíos conversos) eran observados de cerca y llevados a juicio si se apartaban de las reglas. Lo mismo se repitió con los moros (musulmanes).
A diferencia de la medieval, permitían un abogado defensor pero elegido por ellos. En ocasiones los acusados de lo que fuera eran perdonados pero debían usar en su calidad de penitentes -gente que cumplía su penitencia- una suerte de escapulario grande de color amarillo donde se destacaba una cruz y una lengua de fuego. Le colgaban el sambenito, contracción curiosa de las palabras "saco bendito".
Colgar el sambenito a alguien es hoy más suave: se trata de acusarlo, difamarlo, echar sobre él una culpa. Una injusticia, como en el original.
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